8 de julio de 2011

Grotesco

Tenía el taxi estacionado a un costado de la calle, a unos metros de un carrito parrillero bastante lleno de gente que largaba humo sin parar. Estaba sentado en el asiento del conductor con la puerta abierta, él y toda su obesa inmensidad, como encastrado ahí para siempre. Con las dos manos y una especie de desesperación vertiginosa, se comía un sanguche de algo que no llegué a distinguir de lejos. Tenía una camisa blanca seguramente manchada con las gotas de grasa del sanguche de algo, y un pantalón gris que le quedaba corto, porque con las dos piernas afuera del auto dejaba ver eso, sus medias blancas y todo el paisaje triste que se venía.
Terminó el sanguche de algo, se limpió la boca con una servilleta blanca y la dejó caer al piso, a la calle, al basurero en el que cree que vive y en el que debe vivir, pegándole una patadita para alejarla de él, como si esa basura inmunda no le correspondiera, como si irónicamente su propia mierda le diera asco. Con todo el esfuerzo del mundo y su estómago en plena actividad, su cerebro dió la señal indicada para levantar su pierna derecha e introducirla en el taxi. Su cuerpo respondió con dificultad, pero lo logró. El problema fue acomodar la segunda. El cerebro mandó la señal pero nadie respondió. De nuevo cerebro-señal, nada. Entonces con una de sus manos se agarró el pantalón gris de la pierna inerte, y tiró de la tela hacia arriba con fuerza, elevándola en cámara lenta en un acto verdaderamente milagroso. Una vez encastrado su abominable ser en ese asiento que debiera llevar su marca personal en la goma espuma, se le presentó nuevamente otra dificultad: la puerta estaba demasiado abierta y su mano no llegaba a cerrarla. Una imagen triste, muy triste. No quería seguir viendo, no podía seguir viendo, pero tenía que hacerlo. El cerebro mandó señal a la pierna derecha, la única que aún respondía, y apretó el acelerador como si cayera sobre él con todo su peso en una lucha libre imaginaria. El Galaxy, si es que todavía queda alguno, salió arando con la puerta abierta, que con el impulso y una ayuda de su mano, se cerró victoriosamente, saliendo de mi vista. Mis ojos quedaron fijos en la escena vacía, sin taxi, sin esa bola humana despreciable, pero con la servilleta blanca de la impunidad aún ahí, ensuciándonos a todos.

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